La casa está a puerta de calle, no hay retiro entre la fachada y la acera. En la fachada está la puerta, al centro, y dos ventanas a los lados, algo distanciadas de la puerta. Entras y mano derecha está la sala de recibo, con unos sillones de mimbre bastante grandes. Y unas lámparas cuelgan del techo con luminarias de vidrio, gruesas, con forma de flor.
A mano izquierda está el dormitorio que creo era de mi madre cuando estaba soltera, con una cama matrimonial, una individual y una hamaca. También hay un televisor, pequeño, de 13 pulgadas, frente al que nunca he visto sentada a mi abuela, y un armario pequeñito, de madera, con puertas de vidrio, en el que se almacenan toda suerte de frascos y latas que solo ahí en visto, con esa pátina amarillosa que solo dan los años.
Estas dos habitaciones, la sala y el dormitorio, están separadas del resto de la casa por una puerta doble, que al abrirla te revela que toda la estructura es un gran corredor con habitaciones distribuidas a los lados.
Atravesando la puerta, a mano derecha, el comedor, donde está la mesa, por supuesto, y un inmenso cuadro de La Última Cena, el cuadro está inclinado en ángulo de 45º con respecto a la pared, para que se lo vea en toda su gloria desde cualquier asiento de la mesa, también hay una nevera, que no necesito abrir para saber que entre todas las cosas encontraré una lata de melocotones en almíbar y al menos dos litros de leche… “Sur de Lago”, en una botella cuadra y plástica. También hay en el comedor un lavamanos, con su respectivo espejo, también inclinado.
A la izquierda otra habitación, la habitación de la abuelita, donde en un mueble y distintas estanterías comparten espacio toda suerte de santos y vírgenes, José Gregorio Hernández con su eterno traje negro, firme y con las manos en la espalda, montando guardia junto a una estampita de “El Gran Poder de Dios”, Santa Ana, San Onofre, San judas Tadeo…
Y en esa misma habitación unos baúles con “cosas viejas”, como unos zapatos de tacón, pero sin tacón, que luego me explicaría mi madre que fue una moda llamada “plataforma espacial”, me permitieron ponérmelos, eran número 33 ¡wao! Y una falda que sí no me pude poner, porque la cintura de mi madre adulta era una cosa pequeñita rayando en la inexistencia.
Seguimos el recorrido… a continuación del comedor, la cocina, que era abierta y separada del resto por una media pared, una tapia, palabra que no he vuelto a escuchar en el resto de mi vida aplicada a otra pared, así que “tapia” era la pared de la cocina de mi abuelita. Curioso tomando en cuenta que en mi casa tengo también una tapia resguardando el hueco de la escalera. En la cocina hay una mesa, donde mi abuela se sienta a desayunar en unos platos que no son de cerámica, son de vidrio, pero es vidrio tintado de rosa, con un brillo perlado. Ahí se sirve todas las mañanas, con devoción religiosa, una taza de café con leche, queso y un pan dulce. Y frente a la cocina, otra habitación, que nunca tuvo nada, aunque en algún momento mi padre la remozó con techo de raso, friso y pintura, pero igual que no se utiliza.
Ahí ya termina casa, hay en un piso un muro pequeño que recuerda que hasta ahí llega, para pasar se levanta la pierna, y entonces estás en el patio, donde encuentras el lavadero, con una batea inmensa de cemento muy pulido y otra habitación, también llena de los misterios de los años, platos, vasos, cuadros, libros, botellas… cosas antiquísimas, de antes de que yo naciera, de antes de que mi madre naciera, una máquina del tiempo.
Luego el baño, frente a otra habitación, la habitación donde estaba la bomba de agua, y por último, con una puerta de madera, el solar… otro sitio lleno de misterios, plantas y una que otra hicotea, que venía a ser lo mismo que una tortuga corriente y moliente, pero le dicen hicotea. Hay una mesa alta, donde reposa una piedra ligeramente cóncava, y otra piedra redonda, entre las cuales se golpea la carne hasta volverla deliciosamente tierna hasta para mis frágiles dientes de leche.
Y esa es la casa de mi abuela, han pasado los años, la casa fue reestructurada para adaptarla a los nuevos tiempos, los pisos de baldosas decoradas fueron sustituidos por una más práctica cerámica, las paredes de bahareque decidieron ceder su lugar a unas fuertes y lisas paredes de ladrillo frisado y todo cambió. La casa se fue con mi abuela, hay amores que son así.
Pero para mí la casa aún existe, cuando hablo de ella no acude a mi mente la nueva y moderna casa, sino aquella en la que pasé los mejores tiempos de mi infancia, un lugar donde la palabra libertad se expresaba en todo su esplendor, aún cuando yo no conocía todavía la palabra.
Mi abuela enfermó, pasó muchísimos años en cama, y sin embargo en mi mente pervive una mujer de paso resuelto, erguida postura y sonrisa pícara con un ligerísimo toque de perversidad, con un siempre presente humor negro, que cuando salía a la calle caminaba por todo el centro de la calzada, haciendo que los carros se refrenaran y tocaran corneta, con el respectivo grito: “¡Pero bueno, Fulana ¡quitate del medio!” y su inmediata respuesta: “¡Ah, vaina, chico! ¿’tais apura’o?”.
Me llevaba de la mano, si encontrábamos algún conocido, decía llena de orgullo: “Esta es mi nieta, hija de Perenceja” y yo me inflaba de orgullo porque sentía su propio orgullo al presentarme. Mi abuela hacía magia, era bruja, era alquimista, con un frasquito comprado en la botica convertía agua desabrida en un riquísimo refresco de colita, en sus manos la masa blanca de un coco rallado se convertía en unas oscuras bolitas de dulce haciendo una siesta sobre una hojita de naranjo.
¿Cuanto tiempo ha pasado? Años, parecen siglos, pero hoy está vivísimo en mi memoria, para mí aun existe, tanto como para intuir que si vuelvo, encontraré a mi abuela en la puerta, con su postura erguida, con su sonrisa pícara, y al verme dirá: “¡Mija, dichosos los ojos! ¿A que santo se le deberá este milagro?” y ahí me esperarán mis melocotones en almíbar y mis dos litros de leche.
Mi abuela fue una mujer… excepcional, realmente excepcional, al verla sonreír, a pesar del gesto amigable, se intuía a una mujer astuta, luchadora, capaz de enfrentarse al mundo para conseguir sus objetivos, que no eran otros que la propia supervivencia, con una forma tan peculiar de demostrar el amor, un amor austero, pero inmenso, incondicional, seguro, fuerte. Mi abuela se enfrentó a dos dictaduras, a cada cual más opresiva que la otra y cuando veías a aquella mujer pequeñita, delgada y sonriente, curiosamente podías imaginarla, perfectamente, convertirse en una guerrera lista a batallar por lo suyo, por su país, por sus hijos, por sus nietos.
Mi abuelo paterno también fue un luchador, y con él aprendí, incluso después de muerto, lo que significaba ser español, pero esa es otra historia, porque en mi abuela se hizo la síntesis de lo que es ser venezolana, que es humor a veces inapropiado, pero también fortaleza y garra para enfrentarse a batallas que parecen eternas… ¡no! Batallas que son eternas, que duran mientras dura el aliento, y a veces, aún más allá.
Me disculpan si les cuento esto, tan alejados de los temas que suelo tocar, pero anoche, antes de dormir, hice un recorrido por ese sitio de mi infancia, y pensé en mi país, en ese país que caminé y conocí con ojos de niña, incluso el de mi adolescencia, un país tan preñado de promesas, de futuro, de posibles, un país que por unos pocos años enseñó todo el potencial de su belleza, como la niña que en su paso a la adultez revela que será una hermosísima mujer.
Aún cuando los tiempos le hayan cubierto con la pátina amarilla de los años, esa Venezuela existe, esa Venezuela prometedora, preñada de futuro, de bienestar y progreso, existe, existe como la casa de mi abuela, porque a mí me da la gana que exista, porque de mis dos abuelos aprendí algo, para que algo exista, solo te tiene que dar la perra gana de que exista, y sé que apenas basta volver la vista, con ganas, convencidos, para ver esa Venezuela allí, parada esperándonos, y nos dirá: “¡Mijos! ¡dichosos los ojos! ¿ustedes como que se había olvidado de mí?”.
En la casa de mi abuela leí por primera vez la novela cumbre de Gallegos, Doña Bárbara, y ayer recordé el final de la novela, quizá por eso todos estos recuerdos.
No puedo, ni quiero, dejarlos sin recordar ese párrafo final de una novela donde se refleja una historia mil veces contada y más veces repetida…
Transcurre el tiempo prescrito por la ley para que Marisela pueda entrar en posesión de la herencia de la madre, de quien no se han vuelto a tener noticias, y desaparece del Arauca el nombre de El Miedo y todo vuelve a ser Altamira.
¡Llanura venezolana! ¡Propicia para el esfuerzo como lo fuera para la hazaña, tierra de horizontes abiertos donde una raza buena ama, sufre y espera!…