Se me han juntado varias cosas, una novela, una foto y un recuerdo. Buen título para un libro rosa. La novela se llama Las horas del alma, de la escritora cubana Ana Cabrera Vivanco. La foto, pues la de un perro ensangrentado junto a su dueño y el recuerdo, pues uno de infancia, la intentona de golpe en la España de 1981. Empiezo “de pa’trás”.
El recuerdo.
Tenía 10 años recién cumplidos, vivían mis abuelos en España y las noticias nos informaron del intento de golpe, mis padres angustiados llamaron a España a ver como estaba todo, y pues nada, que al parecer todo estaba bien. A mi abuelo la cosa le daba hasta risa. Según él, no pasaría nada.
Hacía ya más de 5 años que había muerto Franco, España caminaba, con tensión pero en paz, por algo que llamarían “transición”. Los comunistas y socialistas se integraban, con plenos derechos, a la vida política española. Estaba el congreso de los diputados en un acto de investidura cuando dentro del hemiciclo se escuchan unos disparos, entra un teniente coronel de la Guardia Civil, empieza a gritar a los diputados presentes ¡todo el mundo al suelo! y en medio de la sorpresa nadie hace caso, hasta que hacen unos tiros al aire, entonces sí que hicieron caso, se echaron al suelo sin pensarlo mucho. Supongo que por salvar el que no retoña.
Pero no todos se echaron al suelo, el presidente de gobierno en funciones, don Adolfo Suárez, ni se inmutó, se quedó allí como quien ve una película. El otro que no se echó al suelo fue el vicepresidente, Manuel Gutiérrez Mellado, que se paró de su curul y se fue a exigirle a los sublevados depusieran inmediatamente las armas. El líder, de apellido Tejero, se fue hacía él, pistola en mano, lo tomó por un hombro y lo empujó hacía el piso, al tiempo que gritaba: “¡al suelo, coño!” pero aquel hombre era irreductible y se mantuvo de pie. Quizá por vergüenza, al ver la actitud de Gutiérrez Mellado, el resto de los diputados se fue poniendo de pie.
A partir de aquel día, Manuel Gutiérrez Mellado pasaría a ser un símbolo de la transición española, y su actuación de aquel día representaría el carácter pacífico pero irreductible de aquella época. Una voluntad encarnada en un anciano de casi 70 años.
La foto.
Me encuentro en el Facebook una foto donde aparece un hombre junto a su perro. El perro tiene la cabeza totalmente ensangrentada, y el dueño le está tocando cerca de la oreja, no se ve nada más puesto que la misma cabeza del perro tapa las manos del amo. Acompañando la foto hay un denuncia, solicitan que “denuncien en Facebook a ese bastardo que mutila las orejas de sus pobres perros”. A mí la verdad la cosa me resultó chocante, puesto que el perro está muy tranquilo, no se ve alterado ni sufriendo, no está dopado y ni siquiera tiene puesto un bozal, que vamos, el perro podrá ser muy manso, pero no veo yo a un perro dejándose cortar las orejas mientras mira al horizonte con cara de “me sabe a casabe”.
Así pues me voy al álbum de fotos del “criminal” y me encuentro con que el perro es un perro de caza, de hecho, el hombre lo usa para cazar jabalíes, ya saben, esos animalitos que parecen un cerdo pero que tienen un par de colmillos como lanzas y muy mala uva. Lo demás es de ponerse a suponer, después de matar un jabalí, pues la sangre será del jabalí. Que el perro, vamos, maltratado no se ve, y no se me hace que un hombre que invierte tiempo y dinero en un animal luego le de por torturarlo.
Sin embargo lo antes descrito, que no es otra cosa más que un ejercicio de sentido común, no impidió que miles de idiotas se dieran a la tarea de comentar sobre el “criminal corta-orejas”. Nada, vieron la foto, igual que yo, y no le vieron nada raro. Se tragaron enterito lo que les dijo el que publicó la foto diciendo que el hombre torturaba al perro, no se molestaron en averiguar, ni en ver si la cosa era medianamente lógica ¡no! Se tragaron lo que les dijeron así, sin cuestionar.
La novela.
¡Uf! Esta es la parte más ruda. La novela, desde un punto de vista literario, no es nada del otro jueves, una novela latinoamericana más, la historia de dos familias a través de encuentros y desencuentros amorosos, con un toque, como no, de realismo mágico.
Pero más allá de la historia está el trasfondo, el de la sociedad cubana y su transformación por medio de la política. Como la política fue permeando poco a poco a lo largo de cuatro generaciones, y haciendo a una sociedad alegre y luchadora en otra sumisa triste y sin futuro.
Un pueblo que no teniendo futuro se lo inventa por medio de esperanzas vacías, aún hoy, y aunque les cueste creerlo, en Cuba hay familias que piensan que el tirano “está que cae”, que se dicen a sí mismos que si la cosa no acaba el año próximo, se van del país, que los americanos no permitirán…
Pero lo más impresionante de todo es ese estado de animación suspendida que tiene el pueblo cubano, las calles con construcciones de los años de Maricastaña, los carros de los años 60, no son más que el reflejo del alma cubana, que también se congeló en el tiempo, junto con sus esperanzas. La isla entera, la perla del Caribe, no es más que un inmenso congelador que a pesar del sol caribeño ha congelado el tiempo.
Pero la naturaleza no conoce de congeladores y el tiempo es implacable. La juventud poco a poco se nos va marchitando, las arrugas aparecen, los niños crecen, se enamoran, tienen hijos… eso es la vida y la vida no se puede detener, porque ella se abre paso por encima de cualquier cosa, incluso la tiranía.
Lo aterrador de la novela, para mí, son los terribles paralelismos. Decía en algún momento la protagonista que lo peor de ser ama de casa no era, como en el resto del mundo, el trabajo agotador de mantener una casa, lo peor, para ella, era hacer la compra, ese caminar infinito detrás de la comida que no se consigue, si hay huevos no hay leche, si hay leche no hay huevos, si hay leche y huevos no hay aceite. Y no pude más que verme reflejada en esa mujer que en la novela cuenta su historia siendo ya una anciana.
Una anciana ¡mierda! ¡una anciana! ¿y ese es mi futuro? ¿estaré yo también siendo una anciana escribiendo cosas como esta, igual que hago desde hace más de una década?
Desde hace años, muchos ya, escribo lo mismo, hablo lo mismo, le cuento lo mismo a mis amigos, les doy los mismos consuelos, hago los mismos análisis, lanzo las mismas alertas, todo está igual. Todo, menos nosotros mismos, que somos más viejos, que hemos visto como nos salen canas, como las carnes se nos descuelgan, nuestros hijos crecen, en fin, como la naturaleza sigue su paso, implacable. También nuestras calles son un reflejo de nosotros mismos. ¡Vean! Vean a su alrededor, las mismas calles, no hay una sola nueva, las mismas camionetas de hace 10 años, los mismos edificios, solo que las cosas, como nosotros, también envejecen, también les salen canas, se le arruga la cara y se le descuelgan las carnes. Lo peor es que esa vejez nos llega sin dignidad, porque la dignidad de la vejez la da la sabiduría, ese pasar por la vida aprendiendo. Y nosotros no hemos aprendido ¡nada!
Como las mil y tantas personas que pasaron la foto del perro sin ver la incongruencia de la información que le presentaron, nosotros tragamos mentiras, nos tragamos esas pildoritas que nos dan en forma de esperanza cada vez que llegan las elecciones, siempre las mismas caras, las mismas frases, “es la última oportunidad de recuperar la democracia”, “esta vez estamos blindados”, “ganaremos y cobraremos” y después la sentencia alegre, el peor es nada: “no hemos ganado, pero hemos recuperado espacios” ¡ja!
Nos han ordenado que nos echemos al suelo, y lo hemos hecho obedientes, a diferencia de aquellos diputados españoles, ni siquiera la vergüenza nos ha hecho levantarnos junto con nuestros Gutiérrez Mellado, que los hemos tenido y no han sido pocos. Y a mí un grito me sale del alma… ¡a abrir los ojos! ¡a espabilar!
Pero mi grito, igual que mi voz, igual que yo, a pesar de ser exactamente el mismo, cada día está más viejo y más ajado.
Sigamos pues, como todos estos años, cifrando las esperanzas en las próximas elecciones, que terminan siendo la zanahoria que se le pone al burro. Sigamos guindados de los tópicos, “los gringos no permitirán”, “los militares no dejarán”… Sigamos envejeciendo en el congelador. Hasta que algún día llegue el grito liberador que nos salga del corazón y nos diga ¡a levantarse, coño!