Opinión

Carta a Manuela Alcalá

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Querida Manuela… amiga Manuela… ¡compatriota Manuela! Que bonito nombre tienes, tienes nombre de gloria, de heroína de la independencia, de mujer de esas que mi abuela diría que “tienen tabaco en la vejiga”. Mira, tantas cosas hemos intercambiado y nunca te lo había dicho, hoy lo digo.

Leí tu carta a Hugo, y no puedo dejar pasar la oportunidad de comentar sobre ella, creo que lo merecemos, creo que el país lo merece. Creo que tus hijos y los mios tienen derecho a leer algún día un pedazo de nuestra historia, no la historia de los libros, no, la historia de a centavo, la historia de los venezolanos de pie, la historia como la vieron dos mujeres, venezolanas ambas, profundamente enamoradas de su patria, y dispuestas a pelear por dejarles un país merecedor de ese nombre.

Mira amiga, yo crecí en una familia bien particular, al menos políticamente hablando, mi abuela paterna era “roja”, republicana, casi casi comunista. Mi abuelo, su esposo, todo lo contrario, era fascista, como lo lees, con carné y todo, falangista, de los que saludaba al estilo romano y cantaba el “Cara al Sol”.

Ya te imaginarás los rollos que se armaban en mi casa cuando ellos tocaban el tema ¿Franco? ¡un héroe! ¡salvó a España del comunismo! Decía mi abuelo… ¡mentira! Era un asqueroso, un botado de las calles! Le respondía mi abuela.

Y así un día yo quise saber ¿quien estaba en lo cierto? ¿eran los republicanos tan malos como decía mi abuelo o tan demócratas como decía mi abuela? ¿y los nacionalistas? ¿eran tan buenos como decía mi abuelo o tan malos como decía mi abuela?

Estudié, pasé años estudiando, aún lo hago, y cada libro, cada recorte de prensa de la época, cada testimonio, no hace más que afianzarme en mis conclusiones, allí no hubo buenos, todos ¡todos! fueron unos hijos de la gran puta. Franco y sus nacionales tuvieron razones para hacer lo que hicieron, los republicanos les dieron los motivos, pero a los republicanos les dieron motivos los que antes estaban, y antes de eso… al final terminé por concluir que si quería saber quien había empezado, terminaría echándole el muerto al hombre de Atapuerca y quien sabe si al mismo Adán.

Todo porque no hubo nadie que dijera: “¡basta! ¡hasta aquí! Y hasta aquí, porque yo, a pesar de todo, soy mejor que tú, tengo más humanidad que tú, puedo crecer mucho, pero mucho más que tú”.

No te equivoques, Manuela, no te hablo de esa cochinada que es el “borrón y cuenta nueva” ¡no! Es simplemente dar portazo a esa fea y tan arraigada costumbre hispánica del “ordeno y mando”, del ahora quien manda soy yo ¡y te lo calas!

¡Justicia, Manuela! ¡justicia! Ahí están las leyes, las leyes que para merecer ese nombre, tienen que ser justas. Y cuando hablamos de justicia, no podemos hablar de perdón, ni tú, ni yo somos nadie ¡nadie, Manuela! Para perdonar o condenar, para eso están las leyes, que condenan o absuelven, pero en ningún caso perdonan. Si la ley, si la justicia dice que es culpable ¡que lo condene! ¡que pague! Más allá de mi perdón y si la ley, si la justicia, encuentra que es inocente ¡que lo absuelva! Más allá de mi condena.

Y si te digo esto, querida amiga, entrañable compatriota, es porque yo también vi las lágrimas de Hugo, pero a diferencia de ti, yo sí sentí, tuve un sentimiento que me descolocó, lo confieso ante ti y ante el país entero.

No mentiré diciendo que sentí lástima, pero sentí, por un lado, miedo, por otro, una tristeza infinita. Miedo porque lo vi ahí, tan poderoso, tanto que arruinó miles y hasta millones de vidas que no merecían ser destruidas, y enalteció miles de vidas que no merecían ser enaltecidas, y sin embargo, allí estaba, llorando ante un cristo, pidiendo vida, la vida que le ha sido negada por un poder que es más grande que tú, que yo y que todos juntos. No importa cuanto llore, ni cuanto suplique, la sentencia está en unas manos que no son humanas. Y me di cuenta que somos tan… mortales, tan pequeños, tan insignificantes. Lo mismo si te sientas en un trono que en el piso, morirás, y eso sí que es sentencia cierta a la que no se puede escapar.

Quisiera que al llegar allí, que sin duda algún día llegaré, no tenga que pedir clavos, coronas de espinas, ni cruces, sino simplemente agradecer lo que hasta ese momento me hayan concedido, y poder decir: “Señor, hice cuanto pude y creo haberlo hecho bien”.

Y sentí tristeza porque… chica, es que todo pudo ser tan distinto, sentí tristeza por mí, por mi país, por tantos y tantos venezolanos, sentí la pena de lo que pudo ser y no fue, la pena que se siente por los amores frustrados, por los niños no nacidos, por una historia que pudo ser hermosa y sin embargo no lo fue.

Le vi en los ojos la desesperanza, se la veo en estos momentos de manera perenne. Se sabe ido, se sabe derrotado por una fuerza para la que no hay petrochequera, ni ejército, ni milicia que valga. Pero lo que le duele, Manuela, no es morir, lo que realmente le duele es que sabe que morirá siendo simplemente un tirano más. No dejará ni grandes obras ni grandes palabras, no dejará nada aparte de tierra arrasada, y aún eso algún día florecerá, algún día esta tierra reverdecerá y con el primer brote, se sellará incluso su recuerdo, ese día, habrá muerto definitivamente, hasta para la historia. Yo lo sé, tú lo sabes, y su mirada me dice que él también lo sabe.

Pero nuestra historia se seguirá repitiendo hasta que no exista un “¡hasta aquí!” Un “¡basta!”, hasta ahí se seguirá repitiendo la historia, haremos mal porque nos hicieron mal, y más adelante otros harán mal porque nosotros hicimos mal. Será el cuento de nunca acabar. Lo ha sido hasta el presente.

¿Y por qué, Manuela? ¿por qué seguir repitiendo la historia? como decía San Josemaría Escrivá: “No tengas alma pueblerina, ensancha tu corazón ¡se universal! ¿por que revolotear como las gallinas si puedes volar como las águilas?” ¡que gran frase, Manuela! ¿entiendes su profundidad? Las gallinas revolotean, lo mejor que pueden conseguir en su vida es montarse en el palo más alto para cagar a la mayor cantidad de gallinas posible y luego, lo mismo las del palo alto que las del palo bajo, terminan sin pescuezo y servidas en una mesa. Las águilas también mueren, sin duda, pero lo hacen luego de una vida de libertad, volando por encima de las miserias de las gallinas y sus palos.

Seamos universales, Manuela, no tengamos alma pueblerina, como en efecto la tiene Hugo ¡Hugo! Que negó su perdón, porque nunca entendió que no le correspondía dar perdón, solo imponer la justicia aún por encima de él, Hugo, que luchó por montarse en el palo más alto del gallinero, y lo logró, nos cagó a todos, pero al final… ¡bueno! ¿que te puedo decir? Ya sabemos el triste final de las gallinas, sin importar lo alto que sea el palo de gallinero que hayan alcanzado.

No, Manuela, quizá podemos, pero no debemos otorgar perdón alguno, tampoco negarlo, porque al adjudicarnos ese derecho no hacemos otra cosa que buscar un palo superior en el gallinero y usted es mucha Manuela Alcalá para conformarse con el palo de un gallinero.

Dicen que los romanos, que sabían algodón de motica con respecto a la sociedad y la vida, le asignaban a sus generales victoriosos un siervo, que se encargaba de recordarle continuamente su condición de mortal, le aconsejaba que se cuidara de la soberbia y el despotismo, y que no pretendiera adjudicarse poderes que no le correspondían. A los efectos el siervo repetía continuamente: “Respice post te! Memento mori!” (mira detrás de ti, recuerda que morirás).

Seamos firmes pero grandes, y la grandeza, amiga mía, no está en otorgar ni negar perdones, está en hacer la justicia, que el día que nos toque rendir cuentas no tengamos que pedir prórrogas ni perdón, que podamos mirar atrás y entregar nuestra obra sabiendo que lo que hicimos, lo hicimos en nombre de la justicia, sin mezquindad ni resentimiento,que no hicimos daño, que no negamos ni otorgamos perdones que no nos correspondía otorgar, y que nunca tuvimos otro norte que la justicia.

Volemos como las águilas, porque hemos de entender que la justicia es algo demasiado hermoso como para ser rebajado a la condición de simple palo de gallinero.