Hay una viñeta de Mafalda donde esta le dice a Felipe que es un “pìchiruchi”, Felipe le pregunta que es un “pichiruchi”, Mafalda dice que no lo sabe explicar y Felipe le responde que lo siente en el alma, pero que no puede aceptar que alguien use una palabra cuyo significado no sabe explicar, a lo que Mafalda a su vez le pregunta “¿Y que es el alma, Felipe?, Felipe, por supuesto, no sabe explicarle que es el alma, y la viñeta termina en que Mafalda se aleja diciendo: “lo dicho, Felipe es un pichiruchi”.
Yo escucho y leo a muchas personas decir que aman profundamente a Venezuela, que es su patria, que se sienten orgullosos de ser venezolano, de nuestra identidad, de bla bla bla, pero la verdad es que si uno les pregunta que es Venezuela, o en que consiste ser Venezolano, cual es nuestra identidad, se quedan como Felipe explicando que es el alma, mudos. ¿Será que para ser venezolano hay que ser pero bien pichiruchi?
Por supuesto, cada quien tiene su concepto de lo que es Venezuela y ser venezolano, aunque honestamente, creo que la mayoría no tiene concepto alguno y se limita a la repetición de lugares comunes, quizá siguiendo la línea infantil, como cuando estábamos en el colegio y cantábamos el himno sin tener la más repajarera idea de que estábamos diciendo, con lo cual el canto patrio se convertía en un simple berreo lanar.
Pero como dije, cada quien tiene su concepto, y aquí está el mío.
En estos días llegó una amiga del exterior, es curioso, cuando alguien pasa tanto tiempo fuera de casa, cuando retorna, pasa a ser un invitado. Queremos entonces, como a todo invitado, darle solo lo mejor, mostrar la mejor cara. Y el asunto es que ante su llegada me puse a pensar a donde íbamos a vernos, pensé en aquella cafetería tan linda que estaba en el sótano del Ateneo de Caracas, donde tantas tardes pasé en mi adolescencia, esa donde se respiraba cultura, al punto de llevarme a mi, con 16 años, sin tener ni tan distantes los pañales, a filosofar sobre la vida, ignorando que a los 16 años no se tiene la más zorra idea de que es la vida, pero recordé que el Ateneo de Caracas, ya no existe.
Pensé entonces en El Gran Café, en Sabana Grande, donde ya más crecida pasé tardes con mi novio, hoy mi esposo, hablando de tópicos varios, conociéndonos frente a sendas tazas de café mientras veíamos a todo tipo de gente pasar, unos en obvio paseo, otros en ocupaciones varias, y allí va aquella vestida de forma extraña, allá aquél otro con una guitarra más grande que él, por ahí aquellos otros, tomados de la mano, y más adelante otros más, también tomados de la mano, pero en versión de futuro de los primeros, estos se toman la mano a través de un niño que siendo de ambos les sirve de puente. Pero nuevamente recordé, que el Gran Café, tampoco existe.
Bueno, siempre queda la vida nocturna caraqueña, con sus Piano Bar, sus restaurantes y demás, pero claro, me topé con que somos dos mujeres solas y como queríamos estar para hablar esas cosas que hablamos la mujeres, nos toparíamos con el tema de la delincuencia, porque la masa no está pa’ bollos.
Al final terminamos en la casa de su madre, tomando café en el balcón. Pero la noche antes del encuentro con mi amiga, lloré, lloré mucho, con profundo dolor, como solo sabe llorar un inmigrante por su tierra tan lejana, y lloré más, incluso lloro ahora al recordarlo, porque un inmigrante siempre tiene el sueño de volver, y es posible que vuelva, pero llora porque sabe que volverá a una tierra que ya no es la suya, aunque geográficamente esté en el mismo sitio, porque el inmigrante lleva una cruz, esté donde esté, siempre será extranjero. Y no pude más que pensar en Becquer:
Volverán las oscuras golondrinas,
en tu balcón sus nidos a colgar,
pero aquellas que aprendieron nuestros nombres,
Esas… ¡no volverán!
Y sí, yo estoy aquí, en Venezuela, luchando cada día por mi Venezuela, mía, para que sea distinta, para que sea mejor, para que sea libre, porque la amo, profundamente, la amo porque es parte de mi, porque en ella me formé, crecí con sus olores, con sus sabores, con su geografía, y es posible que mi lucha dé frutos y lo logre, pero será una Venezuela distinta, ya nunca será la misma, será otras las golondrinas, quizá hasta más hermosas, Dios mediante serán más libres, pero definitivamente, aquellas golondrinas que aprendieron mi nombre, aquellas que velaron mi infancia, que saltaban con mis risas de niña y adolescente, aquella que custodiaron mi amor de niña y luego el de mujer, esas ¡no volverá!
Así que soy una extranjera.
Pero más allá de eso, esa Venezuela que yo amo y que conscientemente quiero mejorar, aunque sé que no la puedo recuperar sino sustituir ¿que era? ¿por qué yo amo a Venezuela?
Bueno, para mi Venezuela es como esas colchas que hacían antes las familias, y a las que de generación en generación se le iban añadiendo o sustituyendo retazos, y que aún siendo solo una mezcla de trapos viejos e hilos, en cada puntada y en cada trozo de tela vieja, llevan una historia que la convierte en algo más valioso que si fuera de seda artesanal.
Mi Venezuela son dos fotos, una de mi padre siendo un niño, parado frente a la cámara con una caja de cartón en la mano, en la que ya no recuerda que traía, el día que pisó por vez primera esta tierra, que lo mismo y en esa caja traía semillas, porque aquí se sembró, hasta el sol de hoy. La otra foto es de mi madre, también niña, con dos trenzas que le descansaban en los hombros, parada junto a mi abuela, una abuela joven y sonriente de pelo negro y sin arrugas, y la foto la tomaron junto a una mata, que a mi me gusta pensar que era de mango, porque aún siendo original de la India, para mi no hay un árbol más venezolano que el mango, más que el araguaney.
Creo que es porque de niña comía mucho mango y nunca comí araguaney, puedo recordar las bolsas de mango que llegaban a casa de mi abuela, aquellos mangos olorosos, amarillos y suaves, que podía devorar sin límite, porque eran una golosina sana a la que mi madre no le ponía peros, se los ponía yo al terminar, sacando las hilachas de entre mis dientes mientras me juraba que más nunca volvía a comer mango porque eran una porquería incomodísima con sus hilos necios que costaba sacar de los dientes, juramento que por supuesto quedaba en agua de borrajas cuando llegaba otra tentadora bolsa.
Venezuela es un cine de pueblo, donde 4 niños, unos vecinos y yo, caminábamos con aires de importancia, donde el mayor llevaba la exorbitante cifra de 10 bolívares en el bolsillo, para pagar entradas y chucherías, e íbamos solos ¡solos! Cuando el mayor de nosotros debía tener unos 12 años.
Venezuela es la bodega de la señora Cheya, donde iba yo con mensajes que empezaban siempre igual, “sra. Cheya, que dice mi mamá que si… " y el resto del mensaje que era variable, café, azúcar, sal…
Venezuela es caminar con mi abuela y tropezarnos con una amiga, a la que mi abuela inflada de tanto orgullo que me inflaba a mi, le decía “esta es mi nieta, de mi hija fulana”. Eran los paseo a “la botica” que así llamaba mi abuela, reliquia del pasado ya en mis tiempos de infancia, a la farmacia, donde compraba extracto de cola, para hacer delante de mi “magia”, porque mi abuela sabía hacer “kolita” en casa.
Venezuela es estar sentada en un bulto escolar y ver a mi abuelo español, llegar con paso marcial a buscarme al colegio, y Venezuela es también mi desazón, porque que mi abuelo me buscara era señal inequívoca de que el retorno a casa no era en autobús ni carro, sino a pata, porque “eso es sano y además estamos muy cerca, así que ¡venga!”. Eso sí, el bulto lo llevaba él.
Venezuela son viajes interminables, por carreteras de paisajes maravillosos, acompañados de una letanía de mi parte “papi, ¿cuanto falta?”.
Venezuela es estar parada en el boulevard de Sabana Grande y ver a un muchacho rubio, de pelo más largo que el mío, muy muy alto y robusto y sentir mariposas histéricas en mi estómago, pero claro, yo ahí, aparentando una tranquilidad y experiencia mundana que estaba muy lejos de tener.
Venezuela es una casa caótica, con olor a navidad, y el olor a navidad, como todo buen perfume, es una mezcla inolvidable de olores, la navidad huele a hallaca, pero no solo eso, porque no sería navidad sino huele también a turrón, a trucha canaria, a dulce de lechoza, a ponche crema, al olor a guardado del arbolito de navidad, a pólvora de fuegos artificiales.
Venezuela es mi padre entrando a un apartamento nuevo, pequeño y sin pretenciones, y verlo arrodillarse y besar el piso ¡nuestra primera casa!
Venezuela es pasar por la autopista y ver el techo transparente del Centro Comercial Las Mercedes, preguntar que es y escuchar a mi padre decirme que esa era la casa del Oso Polar, ese tan simpátíco que salía con su esposa bailando en televisión, y es también creer que eso era cierto. Hoy, ya casi cuarentona, no puedo ver esa estructura sin pensar que ahí vive el Oso Polar, y esa convicción infantil, siempre me saca una sonrisa.
Venezuela es escuchar la frase “yo soy venezolano” con distintos acentos, que puede ser oriental, marachucho, gocho o caraqueño, pero también portugués, español, italiano o colombiano y no sentir extrañeza alguna, porque sí, son venezolanos, lo diga o no su cédula.
Eso es Venezuela, retazos, pedazos de historias, enseñanzas, olores, sabores, texturas, que van poco a poco mojando el alma, y permean por en el corazón como recuerdos entrañables, y ser venezolano es ser un crisol, donde distintas culturas, distintos olores, distintos acentos y distintas formas de hablar se van añadiendo, y fundiendo, y dan siempre un resultado único, que no es posible en otra tierra.
¿Yo nacionalista? ¡pues no sé! No creo, no me paro firme al oír el Himno, ni me produce especial emoción la bandera, no se me estremece el alma hablando de Bolívar ni de Páez, pero el nombre de Venezuela, pronunciando la Z como S, me sabe bien, me acaricia la lengua según sale.
Ahora ¿como se ama a Venezuela? Como se ama a una madre, a una madre jamás se le pide que haga esto o lo otro para sentir orgullo, al contrario, trata uno de hacer cosas para orgullo de la madre, y uno puede molestarse con la madre, y hasta decir para los adentros que es una vieja loca, que es necia y fastidiosa, pero libre Dios al que tenga la desafortunada idea de hablar delante de uno mal de su madre, porque ese, lleva.
¿Que yo uso expresiones españolas? Sí, como mi abuela, venezolana, las usaba gringas, porque mi abuela decía “posicle” y si algún imbécil, porque esos no tienen época ni frontera. Le hubiese dicho que se abstuviera porque tal extranjerismo le desvirtuaba la identidad nacional, lo hubiera despachado con un sonoro ¡váyase al carajo, no sea pingo!, que no crean, lo mio viene de casta, y eso jamás la hizo sentirse menos venezolana, porque justamente eso, esa capacidad de asimilar otros mundos es lo que es Venezuela.
Lo mismo y es por eso que la hallaca es el plato nacional, tan venerado para nosotros que se usa para honrar al niño Dios, porque ahí estamos nosotros, en la hoja de plátano del indio, en los ingredientes del español, en la inventiva del negro y a ver quien tiene los dídimos de decir que la hallaca no es venezolana porque lo más probable es que la primera que existió la hizo una negra africana, o porque sus ingredientes lo aportaron españoles.
La hallaca son un símbolo nacional, resumen perfecto de lo que somos, somos todo, somos crisol, somos el producto maravilloso y único de muchas cosas, de cosas que parecen a veces irreconciliables, a la que cada quien le da su toque especial, y que es capaz de mover millones de personas a hacer una misma cosa a un mismo tiempo, porque algo es innegable, un día al año, millones de personas, unas nacidas aquí y otras no, unas viviendo aquí y otras no, que dicen “carajo”, otras que dicen “carallo”, otras que dicen “shit”, unas pobres, otras ricas, unos acompañan con pernil, otras con pavo, otras con ensalada, pero lo primero que pinchamos con el tenedor, seamos rojos, azules o desteñidos de tanto lavado, es a la hallaca.
Y al que no le guste ¡que se joda!¡por pichiruchi!
PS Lamento lo largo y extemporáneo, pero hoy es domingo cursi. A la par informo que las mejores hallacas de Venezuela, son las de mi mamá.