Veo con frecuencia discusiones y hasta enfrentamientos verbales entre los venezolanos que se fueron y los que se quedaron, yo, que he vivido ambas cosas, puedo entenderlos perfectamente las dos posiciones. Primero que nada, los que se van no son cobardes, tomar esa decisión es muy, pero muy duro, es hacer una maleta o preparar baúles, y tener que meter en pocos metros cuadrados toda una vida ¿como se mete en una maleta una vida? ¡no se puede! Los juegos de infancia, el olor de las navidades, de los cumpleaños, las luces de las vacaciones, el primer amor, el primer beso, la primera escapada de adolescente. ¡No se puede! Hay muchas cosas que quien no ha emigrado no puede ni imaginarse, porque el sufrimiento del emigrante está en lo micro, no en lo macro, está en la cotidianidad, independientemente del progreso material que pueda tener, el costo emocional es muy alto. Eso no lo puede entender el que está en su patria, porque si le provoca un refresco o una comida, no tiene más que buscarla. Estar fuera es saborear como gloria un malta, es añorar un perrito cliente de los que conocemos como asquerositos. Ciertamente, uno de los argumentos más socorridos, es “tengo seguridad y eso no tiene precio”, tienen razón, pero si tiene precio y aún cuando sea un precio que se pague gustoso, no deja de doler. Se puede caminar con los hijos por las calles con total seguridad, pero jamás les podrás decir “allí nos casamos tú madre/padre y yo” o “cuando yo tenía tu edad tu abuelo me traía a jugar a este sitio”, no habrá recuerdos al buscar al hijo en el colegio de los sitios a donde ibas, ni las cosas que hacías. En muchos casos, cosas tan elementales como el amor de los abuelos, queda reducido a una llamada, a una imagen en un computadora, a unas lágrimas no vistas pero escuchadas un día de navidad. Se desea el feliz año a los padres a destiempo. Emigrar es cambiar todo cuento conoces por un mundo nuevo, que puede que en algunos casos sea mejor, pero que es distinto a lo que recuerdas en tu vida anterior, es aprender nuevas formas de cocinar los alimentos, incluso, nuevas formas de asear tu casa, es cambiar tu forma de hablar, aún cuando el idioma sea el mismo. Recuerdo aún una vez que lloré a moco suelto por un perro caliente. Fui a una feria, y pedí un perro caliente, recordé aquellos perritos jugosos de mi adolescencia e infancia, así que me gasté mi dinero en gloria anticipada de mi perrito… para recibir un pan con un chorro de salsa de tomate y nada más. Me quedé un rato en shock, hasta que las lágrimas me empezaron a rodar, muy consciente de lo ridículo de llorar por un perro caliente, me fui a paso rápido. Emigrar no es fácil, ni es de cobardes, hay que ser muy valiente para ponerle candado a tu vida y empezar una nueva. Porque a veces sientes como la bilis te sube por la garganta y te provoca gritar y llorar haciendo la pregunta eterna ¿por qué en mi país no puede ser así? ¿por qué me obligaron a irme si aquello es mío? Y entonces se despierta una ira ciega que no encuentra destinatario, y que terminamos por vomitarle encima al primero que nos tropezamos. Y los primeros que nos tropezamos, son usualmente los que se quedaron. Los que se quedan lo hacen por distintas razones, son muchos los que tienen los medio y se niegan a irse, bien porque no quieren dejar lo que han vivido en toda su existencia, o porque no creen que les pueda ir mejor en otros sitios, a otros los amarran los amores familiares, que es mucho lo que he oído de “si mi vieja no estuviera”. Tampoco es fácil quedarse. Quedarse es ver al ser querido agonizante, es presenciar como el país de derrumba día a día, el negocio aquel que estábamos acostumbrados a ver un buen día ya no abre, el hueco nuevo que sabemos que durará siglos, la pared que se derrumba y así quedará eternamente, unos supermercados que cada día tienen más aspecto de pulpería, una libertad de expresión cada día más restringida, con el miedo al secuestro… Tampoco es fácil. Entonces tenemos que los que se fueron descargan su ira e impotencias sobre los que se quedaron, les echan encasa su cobardía e ineficiencia, recordándoles día a día la inmundicia en la que se encuentran sumidos. Por su lado, los que se quedaron, hacen lo propio, acusando a los que se fueron de cobardes y facilistas, tratando incluso de negarles el derecho de opinar sobre su país. La verdad, la única verdad, es que los que se fueron y los que se quedaron, estamos de mierda hasta el cuello, y todos podemos aportar algo para salir de esto, no por estar lejos no se puede luchar. Cada quien tiene una trinchera que es tan válida como la de los demás, independientemente de donde esté ubicado geográficamente. Los que están fuera pueden hacer una gran labor al denunciar ante el mundo lo que aquí pasa, pueden ejercer presión sobre la opinión pública para así hacer presión a nivel político, denunciar cosas objetivas, no generalidades. Por ejemplo, que las fuerzas del orden en Venezuela, son hoy en día delincuentes de lo peor, que roban, secuestran y matan, y que el ciudadano común se encuentra indefenso antes esto. Que los niños en Venezuela suman una gran cantidad de bajas, que el tema de la electricidad se ha convertido en motivo de involución. Venezuela, los venezolanos, necesitamos ayuda, hemos sido azotados por un huracán político que ha dejado a los largo de estos años una siembra de destrucción. Por eso, a los que se fueron, dejen de restregarnos en la cara a los que nos quedamos que el país está mal y se luce cada día peor, eso lo sabemos, y ya no duele suficiente sin que ustedes echen más sal en la herida. A los que nos quedamos, no les podemos negar a los que se fueron su derecho a estar adoloridos por su país, que es tan de ellos como nuestro, y les duele quizá más que a nosotros no poder estar aquí, piensen que eso es como que se le enferme a uno la madre y no se pueda estar con ella siquiera para contar con el consuelo de tomarle mano. Todos tenemos una función, vamos a hacerla teniendo siempre en mente que al que está a nuestro lado, aunque con realidades muy distintas, también le duele lo que pasa.